Él estaba de pie, a pocos metros de la salida por la que iban apareciendo los recién llegados. Unos, cansados del viaje, ojerosos, tristes… otros alegres, con expresiones que se iluminaban más aún al reconocer, entre los que aguardaban, el rostro del ser amado.
Fue testigo de muchos reencuentros mientras aguardaba la llegada de Laura. Abrazos tímidos en un primer instante de desconcierto, que se volvían intensos conforme los segundos pasaban y se convertían en lazos de regalo. Segundos que, una vez convertidos en rasos de colores, anudaban a los protagonistas como ramitos de flores.
Era bonito quedarse allí mirando cómo se transformaban ante sus ojos los rostros de los afortunados para los que la espera había finalizado. Cada nuevo espectáculo que se desarrollaba delante de sus ojos, él lo usaba como unidad de medir tiempo en la cuenta regresiva que computaba los instantes hasta poder estrechar a su amor en sus brazos.
Laura.
¿Sabría ella reconocerlo? Sentía que el instante se acercaba, presentía su llegada inminente y, con cierta precipitación, quiso leer por última vez la carta tantos años releída. Se la sabía de memoria, pero aun así, adoraba hacerlo, deslizar sus ojos por cada letrita, siguiendo el trazo firme de aquellas palabras diseñadas por ella y escritas para él, tantos años atrás.
Había pasado tanto tiempo desde la despedida redactada entre lágrimas, que su mayor miedo, ahora que el momento se acercaba, era que ella simplemente ya lo hubiese olvidado todo. Un todo tan todo, que lo incluía todo, un olvido absoluto donde se hubieran perdido los recuerdos de la cita marcada por ella, los deseos de verse, los años de añoranza, y él.
Como siempre, la magia del mensaje hallado en la botella tuvo el poder de serenarlo al segundo renglón, y como siempre, llenarlo de esperanzas valientes que barrieron el miedo al rincón de lo inútil. El recuerdo del ruido de las aguas rizándose en la orilla se hizo, como tantas veces, la banda sonora que acompañaba la despedida de ella.
Amor, te he esperado desde que nací.
Los días van pasando, los años se derraman y aunque siento tu presencia, no consigo encontrarte. Sé que me buscas como yo a ti, pero aunque nos encontramos en nuestros sueños, no conseguimos ubicarnos cuando despertamos.
Algo ha fallado.
Hoy la vida me lleva muy lejos. A miles de kilómetros. Al otro lado del océano, y algo me dice que allí las posibilidades de encontrarte son aún menores. He retardado mi partida todo lo posible, pero ahora no me quedan más recursos para demorar el momento y debo partir.
Intento conformarme con este desencuentro que nos mantiene alejados y trataré de estar bien. Pretendo ser lo más feliz posible sin ti, así como deseo que, a pesar del dolor de estar lejos, tú también sonrías y vivas una vida plena en compañía de otros.
Te echaré de menos cada día, sentiré tu falta cada noche y sabré que en algún lugar estarás sufriendo como yo, pero luchando por estar bien. Esa lucha tenaz con que las maderitas rotas que caen de algún lugar surfean sin surfista en las olas de esta playa. En estas arenas, donde tanto te he esperado, nos terminamos haciendo amigas. Ellas, con sus piruetas, han entretenido la espera que hoy termina y están todas aquí, mirando cómo escribo con las lágrimas de punta.
Lágrimas de mis ojos de mujer. Ellas no tienen ojos para poder llorar, sólo pueden mirar cómo lloro yo al despedirme de ellas y de ti.
Cuídate como yo te cuidaría.
A cambio, te prometo que haré lo mismo. Cuidaré lo que es tuyo, que soy yo. Evitaré los peligros e imaginaré que me acompañas en cada paso, que me puedes ver por un agujerito y ese pensamiento me inspirará para no asustarte al ver cómo descuido lo que te pertenece.
Escribo esta carta por dos motivos: en primer lugar, para que cuando la encuentres no te desesperes pensando que es un adiós para siempre y, en segundo lugar, para proponerte un trato. El primero en morir, que espere al otro después de pasar el túnel.
Debe haber algún lugar para sentarse y el que llegue antes podrá esperar tranquilamente la hora del encuentro. Sin irse muy lejos de la salida para no perdernos de nuevo. Mirando siempre de reojo la puerta por donde el otro llegará.
Puedo vivir esta vida sin ti y ser feliz, amor; al fin y al cabo, son sólo unos cuantos años, pero no podría vivir la vida eterna sin tenerte a mi lado. No consigo imaginar cómo sería soñarte para siempre sin encontrarte.
Aunque desde pequeña me dicen que no existes y que eres un delirio que mi mente inventó, yo sé que no es verdad. Sé que en verdad me amas. Sé que hallarás mi carta y sabrás quién soy yo. La mujer que en tus sueños te dice que te quiere. A la que escuchas, como te escucho yo.
No importa lo que digan los psicólogos. Ellos no viven dentro de mi cabeza y no comprenden nada.
Nunca he tenido miedo de estar loca, sólo de no encontrarte y, sobre todo, de que algo falle también al otro lado, y nos perdamos, esa vez sí, para siempre.
Menos mal que he tenido esta idea tan buena y ahora estoy tranquila. Me voy sabiendo que leerás mi carta y sabrás ser feliz. He tapado muy bien la botella, para que no se moje, siguiendo las instrucciones del manual pirata que yo misma inventé para este fin.
Espero que te guste y te dé paz.
Deseo que al abrirla, sientas el beso que con ella guardé.
Nos vemos pronto, amor.
Te quiero.
Cuídate infinito.
Laura
Manuel llegó al final de las palabras tantas veces leídas y levantó los ojos. Caminó hacia la puerta con el papel en una mano y la botella en la otra, recordando los pasos que lo habían llevado aquel día hasta el mar, donde estaba la carta, pero esta vez sereno.
Recordó aquella tarde cuando, borracho, buscando alejarse de la gente, se adentró en la playa como en otras ocasiones, hastiado de todo. Él era la oveja negra, el eslabón roto de la cadena que no supo aguantar con fuerza y se quebró. Abierto, herido, perdido en sus delirios de borracho desde los veinte años, soñando con la niña que se hacía mujer y lo llamaba desesperadamente desde el fondo de todas las botellas que se fue bebiendo a partir del momento en que el vicio se adueñó de él.
Al beber, la veía, y sereno la buscaba. Angustiado y solo, volvía a beber hasta la inconsciencia feliz, donde se abrazaban él y su amor.
Su Laura.
La carta fue encontrada porque desde lejos, caminando sin rumbo por la orilla, vio la botella revolcada en las olas y no quiso dejar pasar la oportunidad de beberse el resto de miseria que pudiera quedar… si es que quedaba.
Le llamó la atención al acercarse la cantidad de maderitas rotas que la escoltaban. Parecían esos pececitos que viven con las ballenas, pero, al contrario de ellos, que van con su ballena donde ella los lleva, estas maderas parecían empujar la botella hacia la orilla. La última ola la dejó a sus pies y él se agachó a cogerla. Mirándola al trasluz, descubrió la cartita y, curioso, la abrió para leerla sintiendo el corazón acelerado.
No la leyó una vez, la leyó muchas.
Todas las veces que necesitó para sanar su alma de borracho enamorado y, entonces, empezó a llorar. Unas lágrimas grandes, saladas como todas, pero esta vez distintas a las que siempre había llorado. Eran lágrimas que vibraban de alegría con el consuelo inesperado que las palabras de Laura le brindaron.
El corazón cansado no aguantó tanta emoción y allí mismo paró. Nunca se encontró un muerto más contento que ese. Tan sonriente.
Tan Ofelia. Flotando alegre entre las maderitas surfistas que más nunca parecían bailar, alrededor del muerto que agarraba una botella vacía.
Y hoy, por fin, después de tantos años, Laura aparecería por el túnel aquel que juntaba las vidas.
Cuando ella salió a la luz, detuvo sus pasos buscando, deslumbrada, entre los rostros que aguardaban. No lo dudó un instante, sus ojos lo encontraron y lo paralizaron. Ella tuvo más fuerza que él, más decisión, y salió corriendo en su dirección. Manuel abrió los brazos, soltando la botella y el papel; dejó libres sus manos para por fin tocarla.
Laura se refugió en su pecho y se entregó al abrazo sin fin que, por fin, comenzaba.
Los segundos eternos, encargados de entrelazar amantes como flores, hicieron un gran trabajo. Quedó un lacito lindo, perfumado con madera de mar de esa que flota, mecida desde quién sabe dónde hasta las playas.
Y Laura, sonriente, parlanchina como siempre, coqueta, juguetona, simplemente le dijo:
—Gracias, amor. Gracias por esperarme.
Isabel Salas
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